Se
pregunta con frecuencia, y bastante vanamente, cómo la multiplicidad
puede surgir de la unidad, sin advertir que el problema así formulado no
tiene respuesta por la simple razón de estar mal planteado y de no
corresponder, bajo esta forma, a ninguna realidad; en efecto, la
multiplicidad no surge de la unidad, como tampoco la unidad surge del
Cero metafísico; o como tampoco surge cosa alguna del Todo universal o
como ninguna posibilidad puede encontrarse fuera del Infinito o de la
Posibilidad total.
La multiplicidad está comprendida en la unidad
primordial y no deja de estar comprendida en ella por el hecho de
desarrollarse en modo manifestado; esta multiplicidad es la de las
posibilidades de manifestación y no puede concebirse de otra forma que
así, pues es la manifestación lo que implica la existencia distintiva;
por otra parte, puesto que se trata de posibilidades, es necesario que
éstas existan en la manera que está implícita en su propia naturaleza.
Así, el principio de la manifestación universal, aunque siendo uno, y
siendo incluso la unidad en sí, contiene necesariamente la
multiplicidad; y ésta en todos sus desarrollos indefinidos y
realizándose indefinidamente según una indefinidad de direcciones procede
enteramente de la unidad primordial en la que siempre permanece
comprendida, y que no puede verse en modo alguno afectada o modificada
por la existencia en su seno de la multiplicidad, pues evidentemente no
podría dejar de ser ella misma por un efecto de su propia naturaleza, y
es precisamente en tanto que unidad que implica esencialmente las
posibilidades múltiples de las que estamos hablando. Es por tanto en la
unidad misma donde existe la multiplicidad y puesto que ésta no afecta a
la unidad, no puede tener sino una existencia contingente con relación a
ella; podemos decir, pues, que la existencia, en tanto no se la
relaciona con la unidad tal como acabamos de hacer, es puramente
ilusoria; es sólo la unidad la que siendo su principio le confiere toda
la realidad de que es susceptible; y la unidad, a su vez, no es un
principio absoluto y que se baste a sí mismo, sino que es del Cero
metafísico de donde extrae su propia realidad.
El
Ser, al no ser más que la primera afirmación, la determinación más
primordial, no es el principio supremo de todas las cosas; no es,
repitámoslo, más que el principio de la manifestación, y se aprecia aquí
hasta qué punto es una restricción la pretensión de reducir la
metafísica a una mera “ontología”; hacer así abstracción del No-Ser
significa excluir todo lo que es más verdadera y puramente metafísico.
Señalada esta circunstancia, concluiremos así en lo que concierne al
punto que acabamos de tratar: el Ser es uno en sí mismo y,
consiguientemente, la Existencia universal, que es la manifestación
integral de sus posibilidades, es única en su esencia y naturaleza
íntima; pero ni la unidad del Ser ni la “unicidad” de la Existencia
excluyen la multiplicidad de formas de la manifestación y de ahí la indefinidad de
grados de la Existencia, en el orden general y cósmico, y la de los
estados del Ser, en el orden de las existencias particulares. La
consideración de los estados múltiples no entra en contradicción, por
tanto, con la unidad del Ser, como tampoco con la “unicidad” de la
Existencia fundamentada en aquella unidad, pues ni la una ni la otra son
afectadas en nada por la multiplicidad; y de ahí resulta que, en todo
el dominio del Ser, la comprobación de la multiplicidad, lejos de
contradecir la afirmación de la unidad o de oponerse a ella de alguna
forma, encuentra ahí precisamente el único fundamento válido que pueda
dársele, tanto lógica como metafísicamente.
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